marzo 24, 2023

Enrique en sus esquinas

Por Andrés Gauffin

Quisiera tener bien nítido el recuerdo de las noches que, seguro, salí de casa a la calle Martín Cornejo, entre España y Caseros, encontré a Enrique y a otros amigos mayores del barrio y patié unos penales con él, bajo la luz amarilla del único foco de la cuadra.

O que me lo crucé, yo con mis infantiles nueve años y mi yo-yó, él con sus quince, derrochando ya, desde su esquina, pinta y sonrisa entre las chicas del barrio, donde viví hasta 1972.

Pero sólo tengo un recuerdo borroso de su rostro moreno y de sus dientes blancos y luego -varios años más tarde- el de escuchar el comentario aún vergonzante de que a nuestro vecino se lo habían llevado en un Ford Falcon, después del golpe.

Enrique Mosca Alsina había nacido el 18 de abril de 1956 -apunta el libro «La represión en Salta», de Lucrecia Barquet y Raquel Adet.

Enrique en el medio, con su hermana y los chicos de la cuadra, en una fiesta familiar.

Después de cursar la primaria en la Escuela Zorrilla y la secundaria en el Colegio Nacional decidió irse a estudiar abogacía en Tucumán, por 1974. La familia y la economía lo hicieron volver a Salta, y matricularse en 1976 en la carrera de abogacía de la Universidad Católica de Salta, mientras trabajaba en el Instituto Provincial de Seguros.

Eran tiempos en los que gustaba subirse al Peugeot descapotable de su padre y llevar a su única hermana, Sonia, al colegio, el asiento bien reclinado y la sonrisa desplegada para despertar admiración entre las estudiantes.

Sin embargo, una repentina inquietud agrietó la felicidad que siempre había prometido su sonrisa: por los mismos días -julio de 1976-en que se produjeron los fusilamientos de Palomitas, mejor dicho una media noche, un grupo de policías de civil, como heraldos negros, allanó la casa de los Mosca, sin explicación ni resultados, pero con la misión cumplida de sembrar el miedo.

Uno de los personajes más nefastos de la Salta de entonces, el policía Joaquín Guil, al día siguiente mandó llamar a Enrique para preguntarle si conocía a algunas personas y le dijo al padre que se quedara tranquilo porque sólo se trataba de un pedido de información de la policía tucumana.

Pero el 4 de agosto de 1976, a las 19,30 Enrique se quedó sin cigarrillos y salió a comprarlos en el almacén de la ochava opuesta a su casa, sin advertir la presencia de un Ford Falcon sobre la calle España.

Cuando salió con su atado lo llamaron desde allí, lo obligaron a entrar al auto y se lo llevaron.

Unos días después el jefe de la Policía Federal, el inspector Livy, le informó al padre que el operativo de secuestro había sido organizado por organismos federales y que a Enrique se lo habían llevado a Tucumán. Pero el policía le advirtió que él nunca iba a reconocer públicamente esa información.

Después, no tuvieron respuesta las cartas desesperadas de su padre y de su madre al gobernador Héctor Damián Gadea, sus exposiciones policiales, sus telegramas al entonces jefe de la Guarnición, Carlos Mulhall, al gobernador de Tucumán, Domingo Bussi, al mismísimo dictador, Jorge Rafael Videla.

Inútiles y sin respuesta los recursos de habeas corpus presentados ante el juzgado federal de Salta. Sin respuesta la nota al jefe de la Armada, Emilio Massera, durante una visita a Salta.

Inútiles las respetuosas notas del obispo de entonces, Carlos Mariano Pérez, al ministro del Interior, Carlos Harguindeguy y la del cura Requena, entonces rector de la Católica, al jefe del III Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez.

Era tal la culpa y la angustia y el dolor que la desaparición de Enrique había provocado en sus padres, que todavía por 1984 aclaraban que su único hijo varón nunca había participado de ninguna fracción política mientras había estudiado en Tucumán.

Y es que Enrique Mosca Alsina, ese chango sonriente de la cuadra, había sido una víctima m´ás, una de los miles y miles, de un Estado terrorista que actuó en base a un principio que nunca proclamó entonces ni se atrevió a reconocer después: el bárbaro principio de que desde ese 24 de marzo de 1976 ningún habitante del país tenía un sólo derecho garantizado, ni el de la vida, y que por eso para ellos valían todos sus fusiles y sus balas, todos sus Ford Falcon, toda la fuerza sin límites, para llevar adelante lo que llamaron, con la deshonestidad y el cinismo de un Guil o un Livy, «guerra contra la subversión».

Ni Enrique, ni sus padres, ni su hermana, ni ninguno de los muchachos y muchachas de la cuadra de la Martín Cornejo, por supuesto.

La vida de los papás de Enrique se fue apagando en el desconcierto. La recuperada democracia les dio la posibilidad de hablar públicamente de la su hijo, pero no pudo devolvérselo, ni siquiera indicarles dónde podría hallarse su cuerpo.

«No conocer el destino y lo ocurrido a nuestro hijo es una forma de morir lentamente», escribió el padre a la Comisión Nacional sobre Desaparecidos.

Pero aún es una historia abierta. A sus 18 años, Enrique había tenido una hija de quien, en aquellos años trágicos, sus abuelos perdieron el rastro.

Y no saben ustedes cuánto daría ahora su tía Sonia para poder abrazarla, cualquier día de estos.