marzo 11, 2024

El terco Miguel

Por Andrés Gauffin
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Acaso ese jubilado de ochenta años que, para huir de sus fantasmas, todos los días toma un café en la recova de la Plaza 9 de Julio haya sido el policía que secuestró y mató a Miguel Ragone, hace ahora 48 años años, en el pasaje del Milagro de la ciudad de Salta.

Acaso alguna vez comience a recordarse en Salta que ese 11 de marzo de 1976, el terco Miguel, como lo llamaba su ministro Jesús Pérez, estaba a sólo cuatro días de disputar -y lo más posible, de ganar- la presidencia del Partido Justicialista, escalón imprescindible para volver a ser gobernador de Salta.

Y acaso alguna vez podamos establecer la conexión histórica entre la impunidad de los policías salteños que encerraron el Peugeot amarillo del médico, y el olvido sistemático, notorio, de que Ragone construía en ese momento un proyecto de poder político, que lo llevaba a disputar la interna de aquel 14 de marzo.

Ragone había conocido a las bandas policiales que desde la década del 60 violaban cualquier derecho en sus «operativos» y que no respondían a la estructura jerárquica de la fuerza ni, muy posiblemente, a los gobernadores que se sucedían hasta comienzos de los 70.

Cuando el 25 de mayo de 1973 asumió como gobernador democrático, puso a la cabeza de la fuerza a Rubén Fortuny y sumarió y trasladó a las cabecillas de esas bandas. No sólo quería limpiar la fuerza. También buscaba contar con un poder político real, imposible si aquellos policías provinciales seguían operando a su antojo u obedeciendo órdenes de personajes ocultos.

Los dieciocho meses que duró su gestión como gobernador hasta que lo intervino Isabel Perón en noviembre de 1974, pueden contarse como la historia de la progresiva licuación de su poder político, en simultáneo al regreso a puestos claves de los policías que había mandado al exilio al comienzo de su gestión: uno de ellos Joaquín Guil, nombrado director de Seguridad en octubre del 74, cuando su suerte como gobernador estaba echada y ya no manejaba la fuerza.

Si esas bandas policiales no respondían en los años 60 y comienzos de los 70 a la estructura jerárquica y eran totalmente indóciles a los gobernantes de turno, la pregunta obvia es, ¿a quién obedecían?

El almacenero Santiago Arredes conocía personalmente a muchos de esos policías, tal vez por algunas de las parrandas a los que le invitaba un hermano suyo, comisario de alto rango de la fuerza provincial.

Ese fue el delito que tuvo que pagar con una certera bala en el pecho, disparada por los agentes que en la cuadra anterior habían secuestrado a Ragone a las ocho de la mañana de aquel 11 de marzo, a los que seguramente identificó cuando pasaron frente a su vereda, y que actuaban a cara descubierta, con la impunidad de los que actúan amparados por un poder real.

La historia del tenaz Roberto Romero puede leerse en clave inversa a la del terco Ragone. Quedarse con el diario oficial del PJ Salta liquidado por la Libertadora que había derrocado a Perón y desembarcar en el club Central Norte, no era suficiente para lograr un objetivo que tenía claro desde muy joven, como puede advertir quien quiera repasar su biografía empresarial y política: llegar a ser gobernador de Salta.

Así, en los años 60 y 70 estrechó relaciones con comisarios de la fuerza provincial, evidenciadas en las crónicas policiales en las que El Tribuno reproducía letra por letra los partes policiales sobre «terroristas» asesinados, como los del vendedor ambulante Eduardo Fronda y el periodista Luciano Jaime, en enero y febrero de 1975.

Fue precisamente en esos meses del 75, nada más que tres meses después de haber sido destituido por Isabelita Perón, que Ragone comenzó a dar los primeros pasos para reaparecer en la escena política: no quería dar su brazo a torcer y se convenció que podía volver a ser electo gobernador en las eventuales elecciones de 1976 o 1977.

El momento para reaparecer públicamente era el homenaje que sus adeptos de la lista Verde le iban a hacer el 9 de mayo de 1975, para celebrar el segundo aniversario de su elección: cuando ya las mesas estaban dispuestas en el club Rivadavia, a una cuadra de una comisaría, la explosión de una bomba impidió el mitin de relanzamiento del ex gobernador.

Para esa fecha, el hijo de Roberto Romero, Juan Carlos, ya oficiaba de sub director de El Tribuno. La crónica de ese atentado político que el matutino editó en la sección de policiales del día siguiente, destiló en cada línea un profundo desprecio por Ragone, al que sólo menciona por su apellido a secas y del que no se quiso consignar que hasta sólo seis meses había sido gobernador de Salta.

Pero la crónica encomia las diligencias policiales que, sin embargo, nunca llegaron a señalar alguna pista que pudiera dar con los responsables de colocar la bomba, o con los que mandaron colocarla.

El tono de esa nota de policiales no debió sorprender a Ragone, que durante su gestión como gobernador en 1973-1974 había tenido en El Tribuno su principal oposición, incluso mayor que las que ejercían, sin enfrentarlo directamente, dirigentes de la derecha peronista de la talla de los senadores nacionales Armando Caro y Juan Carlos Cornejo Linares.

Pese a que la bomba y la animadversión que reflejó El Tribuno en su crónica del 10 de mayo le advertían cuánta oposición iba a enfrentar, el terco Miguel persistió en su proyecto de volver al poder y rearmó su lista para disputar en las elecciones internas justicialistas finalmente programadas para el 14 de marzo de 1976, fecha clave para empezar a dirimir también quién sería el candidato a gobernador del PJ para cuando cesara la intervención de la provincia.

En su página 9 de la edición del 11 de marzo de 1976 El Tribuno publicó el último aviso pago del «doctor Miguel Ragone» para los comicios del domingo siguiente, con un llamado al «respeto entre los peronistas» y pidiendo el voto para la lista Verde. Pero mientras los canillitas todavía ofrecían el matutino en el centro, en el pasaje del Milagro una banda de efectivos encerró su Peugeot amarillo, e hizo desaparecer para siempre al candidato.

En el pavimento quedó uno de los mocasines del terco Miguel, como vestigio de su resistencia a los secuestradores y su obstinación por volver a disputar el poder político. Y una cuadra más allá, quedó tendido en su charco de sangre el almacenero, pagando el delito de haber reconocido a los integrantes policiales de la banda secuestradora.

La operación mediática y política para desligar el secuestro de Ragone de las internas justicialistas del 14 de mayo, se inició al día siguiente con la crónica que publicó El Tribuno dirigido por Juan Carlos Romero, que pese a que todos los días informaba pormenores y avisos de la interna peronista, no mencionó ni una vez que el secuestrado estaba a días de disputar la presidencia del PJ en un texto que, sin embargo, encomiaba el accionar policial y daba detalles sorprendentes de los autos que habían participado del operativo.

Pero el mismo texto inició también la operación de idealización de Ragone, la otra cara de la moneda del borramiento de su vocación por el poder real. Abandonado el tono agresivo que había utilizado en la crónica del 10 de mayo, el texto comienza aludiendo al «doctor Miguel Ragone, que hace exactamente tres años fue consagrado gobernador de la provincia de Salta…»

Eran también, claro, las vísperas aciagas del 24 de marzo de 1976, que inauguró un período de terror en el que lo que menos se podía esperar era investigación de los crímenes políticos que se habían cometido hasta entonces, y que se iban a cometer desde ese momento.

Siete años después, en enero de 1982, cuando ya la dictadura había cometido sus treinta mil crímenes y no podía mantener mantenerse en el poder, el empresario Roberto Romero tocó las puertas de la sede del PJ Salta y pidió completar una ficha de afiliación, ante el asombro de unos consejeros que todavía recordaban que el mismo empresario se había quedado con el órgano oficial de prensa del PJ, veinte años antes y había sido un férreo opositor al gobernador Ragone a través de El Tribuno.

Cómo Roberto Romero logró, con esos antecedentes , no sólo ser aceptado en el PJ, sino también convertirse en el candidato a gobernador de ese partido para las elecciones de noviembre de 1983, es un misterio que sólo podrían develar algunos viejos peronistas aún vivos, que por ahora, han preferido convivir con todos sus fantasmas, a tener el coraje de decir públicamente sus verdades.

Cuando en diciembre de 1983 el empresario Roberto Romero asumía como gobernador, pocos se acordaron de aquel Ragone empeñado en volver a serlo, de quien sólo habían quedado como rastros, siete años antes, su mocasín en el pavimento del pasaje y unas manchas de sangre en su Peugeot aparecido en Cerrillos.

Muchos años después y cuando la derogación de las leyes de punto final y de obediencia debida por parte del gobierno de Néstor Kirchner reabría las investigaciones sobre los crímenes de lesa humanidad, el ya gobernador Juan Carlos Romero hizo publicar un libro titulado «Ragone, el mártir de la democracia», en la que, como en la crónica del 12 de marzo de 1976, alaba sus condiciones morales, pero nada informa sobre el proyecto político que llevaba adelante Ragone cuando fue secuestrado y que tenía como objetivo final volver a ser gobernador.

Y es que ese Ragone adornado con todas las virtudes morales, honesto, médico del pueblo y mártir, es el velo que cada 11 de marzo se tiende sobre su figura, y que oculta su condición de político con vocación de poder. Poder democrático, pero poder al fin. Su memoria, más que llamar a la práctica de valores, debería advertir cuán riesgoso puede ser en Salta disputar, con herramientas democráticas, poder político a los poderes fácticos, pero ocultos.

Que El Tribuno y sus propietarios se empeñan en mal informar sobre el caso quedó otra vez en evidencia en una crónica de la edición digital del diario del 11 de marzo de 2024, que informó que Ragone es el único gobernador en ejercicio secuestrado y desaparecido. No, ya no estaba en ejercicio, pero estaba empeñado en volver y para eso iba a disputar la interna del PJ, que el matutino quisiera borrar de la historia política de Salta.

La condena en 2011 del comisario Joaquín Guil como «autor mediato» del crimen-, además de los militares Miguel Gentil y Carlos Mulhall- confirmó la participación policial en el operativo, pero el silencio del mismo Guil y la falta de investigación sobre los efectivos que participaron del operativo de secuestro y asesinato, bloquearon una posibilidad para que en Salta se conozca a quién o a quiénes obedecían esas bandas.

Que los fantasmas atormenten para siempre a los que eligieron guardar silencio a decir su verdad sobre el crimen del terco Miguel.