marzo 22, 2024

Rodolfo Walsh, el parresiasta

Por Andrés Gauffin

«Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles«.

Aunque ya vivía con la identidad falsa de un profesor de inglés jubilado, tras concluir con ese último párrafo, Rodolfo Walsh le puso su firma a la Carta Abierta a la Junta Militar y luego, en Constitución, se despidió de su compañera. «No te olvides de regar las lechugas», le dijo ella, antes de acordar encontrarse al día siguiente en la casa de San Vicente.

Durante treinta años, como periodista y escritor, Walsh había opinado libremente en el país, pero la censura de prensa y el asesinato de sus amigos, y la pérdida de su hija Victoria, le movieron a expresarse ya no desde un medio de prensa, sino desde una carta firmada con su nombre pero distribuida en la clandestinidad, que ese 25 de marzo de 1977 comenzó a dejar en buzones de las calles de Buenos Aires.

Pocos meses antes había creado la Agencia Clandestina de Noticias Clandestina, ANCLA: estaba convencido que la forma de combatir el terror ya no eran las armas -como todavía sostenía lo que quedaba de la cúpula de Montoneros-, sino la comunicación.

Por eso les pedía a quienes recibían sus partes que manden copien a sus amigos. «El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad», les había urgido algunos días antes a los destinatarios de sus escritos.

Había llegado el momento, decidió Walsh, de hacer un repaso público del «terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina» y había que decírselo a Jorge Rafael Videla, y al resto de los tiranos que lo habían implantando como medio para llevar adelante una política económica que iba a dejar aún más sufrimiento.

En el recuento que le hace Walsh a la Junta Militar, «la cifra desnuda de ese terror», figuran a sólo doce meses del golpe del 24 de marzo de 1976, «quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados…».

Pero el periodista dimensionaba el terror también por la tortura sin límites, de rasgos medievales, practicadas en los centros clandestinos de la dictadura, desde el potro, el torno y el despellejamiento en vida, hasta la picana y el submarino.

Precisamente, antes de que Walsh llegara a Constitución, el contacto con el que esperaba encontrarse para difundir su carta había sido detenido y torturado, hasta que les indicó a sus torturadores dónde debía encontrarse con el escritor y periodista.

Walsh no sabía que en la esquina de las avenidas Entre Ríos y San Juan lo esperaba un grupo de tareas que planeaba detenerlo vivo. Pero los represores tampoco sabían que el fundador de ANCLA ya había comenzado a distribuir en los buzones la más valiente denuncia pública y la más esclarecedora de los crímenes que, en sólo doce meses, había cometido la dictadura.

Cinco años más tarde, un 12 de enero de 1983, un filósofo llamado Michel Foucault de quien no consta que hubiera conocido a Walsh, dedicaba una de sus clases en el College de France, en París, a unos personajes de la antigüedad griega a los que llamó «parresiastas».

Eran los que practicaban la «parresía», el hablar franco y valiente, el decir la verdad sobre sus injusticias en el momento oportuno, aún a costa de sufrir persecución, el exilio o el asesinato, como Dión frente a Dionisio, tirano de Sicilia.

El parresiasta era el que, según Foucault, establecía una relación muy estrecha con la verdad que hacía pública. Una verdad, por tanto, que se testimoniaba incluso con la sangre propia.

Muy posiblemente no sabía nada de Dión, pero mientras se acercaba a la avenida San Juan, Walsh terminaba de establecer esa particular relación con la verdad que llevaba escrita en su portafolio y que ya había comenzado a difundir. Cuando se dio cuenta que estaba rodeado por Astiz, el Tigre Acosta y unos treinta represores más, tomó su pistola para repeler el operativo en su contra, decidido a no ingresar vivo a un centro de torturas.

Con las ráfagas disparadas por sus perseguidores, la verdad de Walsh se derramó espesa, roja, primero por su sombrero de paja y luego por la acera de San Juan. Aún corre por una sociedad que todavía siente los efectos del terror.

Enseguida él mismo se convirtió en uno más de los miles desaparecidos que había denunciado pues su cuerpo llevado a la ESMA nunca apareció.

Foucault veía en los parresiastas, la contrafigura de los adulones del tirano, dispuestos siempre a aplaudirlo. Pero no pudo imaginar que bien entrado el siglo XXI, las redes -esa figura que el filósofo francés tanto había utilizado para describir el menos estridente pero más efectivo funcionamiento del poder- iban a ser el nuevo ámbito en que circularían sus mentiras.

En especial la gran mentira de la negación del terror más profundo que se haya abatido sobre la sociedad argentina, mediante el truco de rebajar la verdad de la historia a un mero cálculo matemático y de presentar como mentirosos a quienes hacen memoria de esa verdad.

Pero hay que decir, que ya ni siquiera el número de desaparecidos interesa al señor presidente, sino la cantidad de «likes» a sus posteos -como un nuevo Dionisio-, que recibe de personajes ficticios y también reales, que nunca se asomaron al horror de una madre secuestrada, torturada y despojada de su bebé recién nacido y luego asesinada, ni, mucho menos, al espanto de que esa práctica haya sido sistemática por parte de quienes ejercieron el poder estatal.

Crímenes atroces estos que Rodolfo Walsh ni llegó a conocer, aunque sus palabras sobre la tortura bien pueden dar cuenta de ese terror, cuando describe cómo los torturadores cedieron «al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido

Frente a aquel hombre diminuto y servil, que dispone de un ejército de influencers para silenciar los cuestionamientos de una jubilada que cometió el crimen atroz de declarar que no llega a fin de mes o de una diva de 97 años que sólo defendió el funcionamiento de un cine estatal, sobre este hombre que pretende convencer a lxs argentinos que su mayor acto de comunicación y de libertad es retuitear y dar likes a sus mentiras en las redes y a las de sus trolls, se alza, enorme y valiente, la figura de Rodolfo Walsh, a 47 años de su desaparición.

Ese hombre que -practicando la misma parresía de los antiguos- comprendió que la única manera de manifestar libremente la verdad de ese momento de la historia argentina, era estar dispuesto a la muerte.