junio 16, 2022

Lo importante es el tamaño

Por Andrés Gauffin

Comencemos por poner en claro que en la ciudad top no se ven esos espectáculos  que todos los días hábiles ofrece la esquina de la Belgrano y Mitre de la capital salteña, donde dos avalanchas de peatones se cruzan entre sí, una para entrar a la plaza, otra para huir,  cada vez que la figurita del semáforo se pone en verde.

No, en la ciudad top, esas que tan bien se pintan en las maquetas de los arquitectos top, sólo una que otra persona – una cuidadora de niños conduciendo un cochecito o un joven con gorra y pantalones al tono hablando por celular- circulan por las calles casi sólo transitadas por automóviles.

Quien habita en la  ciudad top no anda caminando por veredas,  pero además  la ciudad real le pone a su disposición un diseño vial que  le evita todo encontrarse con peatones. 

Sólo hace falta echar un vistazo a las serranías del ex campo militar para advertir la magnitud de los esfuerzos provinciales por construir una autopista que le permitirá a algunos salteños salir del country construido en las laderas de los cerros del oeste, subirse en un segundo a la autopista de circunvalación oeste y navegar hacia la Ciudad Judicial, donde estacionará en el parking y el silencio permitirá que se les escuche los tacos mientras camina unos  pocos pasos hacia su oficina.

En su recorrido automovilístico no se habrá encontrado con peatones en ninguna de sus versiones:  ni solitarios, ni en forma de avalancha como en la Belgrano y Mitre, ni, lo más terrible de todo, en versión de manifestaciones de planeros, esa gente que siempre está de a pie. 

Tampoco se cruzará con colectivos, molestos transportes de los que descienden turbas de peatones en la San Martín o en la Belgrano que atestan las calles para buscar precios, autorizar una consulta médica, o buscar efectivo en los cajeros.

Un nuevo shopping a un costado de la circunvalación oeste  terminará de garantizar a los automovilistas top una jornada en la que sólo se convertirán por unos escasos minutos en peatones: a su regreso de su trabajo aparcarán en su estacionamiento e ingresarán inmediatamente al centro de compras con sólo cruzar una senda peatonal.

Y todo a bien resguardo, porque si por unos segundos se convierte en peatón, que no se note. 

Y es que el habitante de la ciudad top sólo se convierte en peatón en espacios cerrados, resguardados por guardias privados, no con inspectores municipales de tránsito.

Se comprende, porque en la ciudad real -no en la top- el peatón figura en el último escalón de una jerarquía que ya no gira en torno a los apellidos ilustres, ni a la cantidad de balcones coloniales en el frente de la casa, ni en los títulos de doctores de la chapa del frente, como antaño.

No, en las calles de la  ciudad real lo que ahora importa es el tamaño: cuánto más grande se tiene el vehículo, más sube en el escalón jerárquico. Por eso en el extremo superior se encuentra el colectivo y su conductor, que infunden el mayor de los respetos de parte del extremo opuesto de la jerarquía, esos  peatones que debe huir corriendo de la senda peatonal de calle Leguizamón, cuando  advierten que un chofer ha comenzado a acelerar a la mitad de la cuadra de  Zuviría al 400.

 O cuando el bondi se le asoma por la espalda en calle Rivadavia -interjección con 25 de Mayo- y el rugido de su motor le notifica que el conductor no está dispuesto a ceder un palmo de la privilegiada condición jerárquica que le otorga el tamaño, el tamaño de su colectivo.

Quienes no quieren sufrir sus rigores ni  como automovilistas, ni como peatones, ni caer demasiado abajo de la tabla jerárquica de la ciudad, pueden recurrir a la adquisición de una camioneta, pero ya no para transportar cargas pesadas en la caja, ni para transitar picadas en el Cnaco.

Aquí podríamos encontrar  la explicación de que la capital de la fe también sea la capital de la 4×4: la extendida aversión a la condición del peatón y la idealización del tamaño, de tamaño del vehículo.

Si bien los choferes de colectivos le seguirán mirando de arriba, la altura de la  camioneta les permitirá a sus conductores mirar desde arriba al resto de los conductores  y espantarlos con sus estridentes bocinas o una señal de luces si no alcanzan la velocidad a la que él sí puede llegar con su 4×4 en una avenida.

Como sus conductores también evitan a toda costa convertirse en peatón o serlo el menor tiempo posible, las  4×4 atestan los estacionamientos del centro, y obligan  al automovilista promedio a hacer piruetas para entrar o salir.

Luego de sentir dichos rigores, el automovilista promedio tenderá a descargar sus iras en sus pares de menor tamaño,  en especial si se trata de un Fiat Uno conducido por una mujer. 

En efecto, tanto mayor es la ira del conductor promedio salteño cuanto menor es el tamaño del vehículo que la provoca. Se trata de la llamada ley de proporcionalidad inversa del tránsito salteño.

La lógica de los tamaños indicaría que hacia abajo de la escala jerárquica de las calles de Salta vienen las motos, pero estos vehículos  tienen un estatus especial que nace de su capacidad para birlar en un santiamén todos los obstáculos -platabandas, peatones, 4×4 y hasta colectivos-, incluyendo el pitazo inútil de los agentes de tránsito

Por esa razón las motos y sus parientes menores las bicicletas circulan  fuera de la escala jerárquica cotidiana, aunque esto no les evite convertirse en las primeras víctimas de la brutalidad de los vehículos telúricos en sus diferentes tamaños.

En el último escalón, se encuentran las mujeres y los hombres que caminan todos los días por veredas y cruzan las esquinas de a pié. Transitan por calles de excepción: es decir, por calles en donde los conductores colectivos, camionetas y automóviles se sienten exceptuados de la norma que dice que el peatón tiene prioridad, en ninguna ciudad más invocada ni más desobedecida.

Hay que admitir que en muchas ocasiones el peatón puede advertir detrás del parabrisa del automóvil -¡y hasta de una 4×4!- una mano gentil que le cede el paso, pero las gentilezas ocasionales sólo prueban que lo normal es lo contrario.

Así las sendas peatonales del centro de Salta están “pintadas”: párese alguien a observar cómo un grupo de turistas pueden esperar minutos en la vereda del hotel Salta hasta que se hace un hueco entre el tránsito que viene por calle Buenos Aires, mientras un par de policías viales prefieren observar si el caballo del general Arenales no está infringiendo alguna norma de tránsito en medio de la plaza 9 de Julio.

¿Alguna multa se habrá labrado en Salta a un automovilista, por no dar paso a un peatón?

Lo que sí les asiste al peatón salteño es el “beneficio de la duda”, establecido con meridiana claridad en el tercer párrafo del artículo 64, de la ley nacional 24449, a la que adhirió en su momento la ordenanza municipal 14395.

 Nada más que para obtener dicho beneficio, el peatón debe cumplir primero el requisito de haber sido quebrado en alguno de sus miembros por uno de los tantos conductores que se sienten exceptuados, y haber iniciado una batalla judicial hasta  las últimas instancias.

Con un poco de suerte, algunos años después del accidente, uno de aquellos no peatones que habitan en la ciudad top,  pronunciará en su sentencia la máxima  “in dubio pro peatón” y por fin los peatones de Salta sentirán que en las calles de la ciudad campea el derecho.