septiembre 20, 2022

El Milagro de Mario

Por Andrés Gauffin
Foto del portal del gobierno de la provincia de Salta.

¿Valdrá la pena escribir sobre la homilía del arzobispo de Salta en la procesión del Milagro, que sólo treinta tipos -de los miles que asistieron- deben haber escuchado con alguna atención?

Para responderme tengo que volver muy atrás.

Corría abril de 1979   cuando en el seminario redentorista de Villa Allende, Córdoba, donde estudiaba para cura, llegó a mis manos un libro recién editado, con tonos verdes en su tapa blanda: se llamaba, se llama, Documento de Puebla.

Ahí mismo me enteraba -yo llegaba desde la conservadora Salta y estas cosas no se difundían mucho alli- que en enero de ese año los obispos latinoamericanos se habían reunido en aquella ciudad mexicana y habían aprobado un documento con un contenido social similar al de una reunión anterior en Medellín, de 1968.

Muchas cosas me olvidé del libro -como tantas del seminario- pero una frase me quedó grabada: » Es entonces cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia, según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social».

Esos obispos -y me extraño a mí mismo citándolos- advirtieron entonces que no estaban enseñando nada nuevo, y que esa doctrina ya venía siendo enseñada por los teólogos de los primeros siglos del cristianismo y, desde el siglo XIX, por las llamadas encíclicas sociales firmadas por León XIII en adelante.

En 2020 el papa Francisco continuó esa tradición en su encíclica Fratelli Tutti. Después de advertir que este mundo es para todxs (no, dijo todos), sostuvo: «la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada».

Y si a algún obispo -de los de ahora- no le quedaba claro, citó a Juan Pablo II, que ya sabemos no tuvo una pizca de marxista: «El principio del uso común de los bienes creados para todxs (no, dijo todos) es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social».

Que después de tres años se volviera a realizar sin restricciones pandémicas no era lo más significativo de esta última procesión del Milagro. No, lo más significativo era el nuevo contexto político y social de Argentina y Salta en particular, que «nuestro arzobispo Mario (Cargnello)» , como se lo presentaba desde los altavoces, pasó de prisa en su homilía haciendo alusión a la grieta y a los «mesianismos» de ambos bandos.

Lo más más preocupante de este contexto era, es, el odio que precedió y siguió al atentado fallido contra la vida de la vicepresidenta Cristina Fernández, odio que se extiende a los llamados también con desprecio «planeros», que una instigadora del crimen fallido había ya contribuido a extender en televisión, vanagloriándose de que había rechazado planes sociales y de que prefería vender copitos de algodón a vivir a costa del Estado.

Lo significativo también era, es, el contexto de esta Salta, donde las Yungas ardían en llamas, y unos kilómetros al oeste, en el Chaco, vidas de niñas, niños y adolescentes aborígenes desfallecen por la depredación de sus recursos y la crónica desnutrición, si no se truncan por violaciones y el tráfico o el consumo de droga.

El contexto era, es, también el de una provincia cada vez más expuesta a la avidez empresaria por las ganancias, en la Puna a propósito del litio y en el Chaco con continuas deforestaciones legales e ilegales por la soja, en ambas con el única legitimación de que darán trabajo, pero con absoluta desinformación de los desiertos  que dejarán una vez que su explotación de los recursos haya cesado.

Y en este contexto, el arzobispo Mario durante el acto de la mayor solemnidad del Milagro se propuso, dijo a la mitad de su homilía, mostrar algunos aportes a la doctrina social  de los papas Juan Pablo II y  Francisco, además de Benedicto XVI, y hay que ver qué eligió destacar de todas sus propuestas.

De Juan Pablo II, la noción del estado de derecho para proteger la libertad de todos. También la idea de la verdad de la persona humana que dignifica la libertad del hombre.

Y que «corresponde al Estado garantizar la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes».

Y allí comenzó resonar lo más contestatario del conservador Cargnello: rompió con la tradición milenaria de la doctrina social de la Iglesia que manda consignar siempre que toda propiedad privada tiene una función social, con lo que dejó que los treinta que le escucharon entiendan que sus propiedades y sus licencias son tan absolutas como la libertad, y al Estado sólo compete garantizarlas.

Ya podemos entonces sospechar que, por más que invocaran a los papas y a la doctrina social, las palabras del arzobispo Mario más se inspiraron en los libros ultra liberales austríacos que Javier Milei recita de memoria, que en la Rerum Novarum de León XIII o la Pacem in Terris de Juan XXIII, qué decir de los documentos de Puebla o Medellín que parece que no se encuentran en la biblioteca de la curia local.

Porque el Estado que ha propuesto el arzobispo Mario en la solemnidad del Milagro es un Estado más que mínimo, minimísimo, nada más que garantizador de la propiedad y la libertad, para lo cual se necesitan -hay que concluir con lucidez- mucho más policías en las calles y mano dura, que hospitales y escuelas, pues salud y educación como derechos no figuraron en su agenda de preocupaciones.

Pero bien, ya había predicado a favor de la propiedad privada sin restricciones y resguardada por el Estado.  Ya había abogado por un Estado que también defienda las libertades políticas individuales  de todos. También, por supuesto, se había dado tiempo para defender la dignidad de la vida humana desde la concepción, y también para hacer un enorme silencio sobre el reciente atentado fallido a la vida de la vicepresidenta del Estado, cuya concreción hubiera acabado con una vida y puesto en jaque la democracia, el Estado y la básica convivencia.

¿Qué le faltaba al arzobispo Mario para completar el combo de la derecha actual? Exacto, criticar los planes sociales y urgir a reducirlos lo antes posible. Lo hizo, claro, solemne y también encubiertamente, con la cita de un párrafo que encontró allá al fondo de la Fratelli Tutti, en el que Francisco encomia al Estado a garantizar el trabajo de todos, y dice que  «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias».

Es decir que para el arzobispo Mario, un par de meses de ayuda del Estado , y luego a vender copitos de algodón, como Brenda.

Hay que escuchar la versión oral de la predicación para advertir cómo en este punto Cargnello se sale del texto escrito para subrayar que la enseñanza es de Francisco: su recurso a la autoridad sólo busca abogar por sus intereses ideológicos, porque a esta altura de la homilía ya no queda nada de doctrina social, y si mucho de rancia ideología de derecha.

Porque para llegar a esa cita, Cargnello o quien le haya escrito el discurso, tuvo que pasarse por alto no sólo las enseñanzas de la clásica doctrina de que toda propiedad privada tiene una hipoteca social, sino también los llamados de Francisco a constituir un nosotros que habite la casa común.

No, de Francisco a Mario sólo le interesó resaltar que a los pobres hay que ayudarlos, pero poquito.

Ya podemos entender por qué casi nadie, al concluir la procesión, podía citar una sola frase completa de la homilía. Y es que el arzobispo Mario sólo les habló a Sáenz -a quien le aceptó la payasada de mal gusto con los peregrinos- , a Bettina, a Abel Cornejo, a los dueños de las mineras via you toube y a los grandes terratenientes del Chaco, de todos los cuales se ha comportado como un capellán. Ahora pueden sentirse tranquilos: podrán seguir arrasando el Chaco o agotar o contaminar el agua de la Puna, con la conciencia tranquila porque Mario les reconoció que crearon trabajos y no les quiso hablar ni de las preocupaciones ambientales de Francisco, ni de la hipoteca social de la propiedad.

Y bueno, concluyo que sí valió la pena escribir sobre esta homilía que escucharon treinta, lo que en otros lares se llama circulo rojo (y negro). Por lo menos para darme cuenta que la Iglesia ya no es la misma de antes. O que es la misma de siempre, ya no sé.