mayo 2, 2022

Que vivan les gozantes

Por Andrés Gauffin

Tal vez el día más difícil de la vida de monseñor no haya sido aquel en que se enteró que unas monjas de clausura lo denunciaron en una fiscalía por violencia de género, ni tampoco el día en que, ventilado por los medios,  el hecho se convirtió en un escándalo público.

Tal vez no, sino aquel 15 de septiembre de 2020 en que desde el atrio de la Catedral y ante una plaza desierta, clamó perdón al Altísimo, pues debido a la pandemia el pueblo de Salta no había sacado a las calles, como todos los años, las imágenes del Señor y la Virgen del Milagro.

Se quebraba ese día un ritual tan salteño inventado por el cura Carrión en 1692, aquel profeta de calamidades que aprovechó el primer temblor sobre el poblado para advertir, por inspiración divina,  que la única forma de que la tierra dejara de temblar era que el pueblo, clamando penitencia, sacara por las calles unas imágenes olvidadas en la Catedral.

Le daba la razón a Carrión la simultánea destrucción de Esteco, aquella soberbia y rica ciudad, que había dado la espalda a esos llamados.

Célibe varón aquejado por pasiones tristes, a quien se le pudo conocer más por sus cóleras porque unas monjas no le obedecieron, que por alguna indignación por las pedofilias de sacerdotes a su cargo, nuestro obispo Mario creyó, desde que llegó a la Salta de final del siglo XX, que su principal misión era conservar la tradición penitencial inaugurada por Carrión, sin advertir que algo estaba cambiando en la ciudad y que otras leyendas podían poner en cuestión su poder episcopal.

Y es que, ya no en torno a las inspiraciones divinas de un varón jesuita como Carrión, sino de las apariciones de la Virgen sobre una mujer llamada María Livia, se comenzaron a construir otros rituales para contrarrestar los temores que  las mismas inspiraciones y apariciones azuzaban.

Porque si en 1692 Carrión alimentó la culpa y las angustias con los temblores de la tierra, en los 90  y principios del 2000 y con el contexto de los tsunamis y las crisis financieras, o los cromagnones, la Virgen del Cerro le pintó a María Livia un mundo apocalíptico, ahíto de tribulaciones y angustias provocadas por un Satanás alzado en guerra contra Dios: la única respuesta frente a ese caos, según este mensaje, ya no era salir detrás de unas imágenes frente a las calles, sino acudir a  la cima del cerro a rezar el rosario y, el sumun, caer desplomado tras la imposición de manos de la vidente.

Hay que reconocerle a María Livia que sus visiones trascienden mucho más las fronteras salteñas, que las del de viejo Carrión: los salteños pueden temer a los temblores, pero cualquier argentino, cualquier habitante de este mundo en realidad, puede sentir que vive en medio de las tribulaciones y angustias que le pintó la Virgen del Cerro.

La pandemia terminó de jaquear la misión del obispo y de confirmar las visiones de María Livia, y por si ello hubiera sido poco, la impía Rusia -clásica imagen de estas apariciones- acaba de iniciar una guerra.

Con ese acierto comunicacional, crecieron durante un par de décadas las peregrinaciones desde Córdoba, Rosario y Buenos Aires, ciudades apocalípticas si las hay, organizadas por serias empresas de turismo, que garantizaban un par de horas de absoluta paz en la cima del cerro.

En efecto, todo allí está previsto, planificado, pensado, custodiado  y guiado, para que el peregrino sienta un instante de tranquilidad, practicando la más inflexible ortodoxia sobre los cuerpos: hombres y mujeres de pañuelos celestes se encargan de llamar al silencio a quienes alcen la voz más fuerte que lo tolerable, y corrigen a quien prefiera, en vez de rezar el rosario, adoptar en la cima una postura zen para meditar.

Todo es “gratis”, pero a quien no crea que la Virgen provea directamente los millones  necesarios para conservar y hacer funcionar una estructura llamativa de caminos, canteros y baños, no le quedará otra que pensar que el santuario sólo puede mantenerse con el aporte de una clase adinerada e interesada económica e ideológicamente, con conexiones políticas de primer nivel, y también con los intereses de una industria turística local que respeta todas las manifestaciones religiosas, en especial las que le garantizan una ocupación hotelera del 70 % todos los fines de semana lo que, debería admitir monseñor, no ha logrado el Milagro.

De ahí que resulte comprensivo -pero no por eso menos interesante- que podamos leer los principales testimonios de la experiencia de paz y serenidad de la cima del cerro en los comentarios del tripadvisor o del airbnb, la mejor publicidad para todos los actores de este circuito económico.

Pero, lo más triste de todo, lxs peregrinos sentirán unos instantes de paz, y se llevarán  la seguridad de que volverán a su ciudad atribulada, atormentada, caótica, escenario de la guerra entre las tinieblas y la luz y que no podrá hacer nada por ella, salvo rezar, mientras esperan concluir  el pago de las cuotas del último viaje, para financiar el próximo.

Por supuesto, los mensajes a la penitencia y a la oración, con el contexto del temor a los temblores o del mundo apocalíptico que ya se abalanza sobre nosotros, llegan con un gran acento en la mortificación sobre los cuerpos, a los que siempre se les recomendará ayunos y abstinencias y rigores de todo tipo para enfrentar estas tribulaciones, nunca el cultivo del mínimo del placer de vivir en este mundo y en estos días.

No es para nada una casualidad que unas monjas que abrazaron la dura disciplina del Carmelo sobre sus cuerpos se hayan convertido en el soporte eclesiástico de esta nueva leyenda.

Y es que los únicos cuerpos que se enaltecen en estos contextos son los de yeso que se sacan por las calles o los imaginarios que aparecen y desaparecen en las mentes videntes, nunca los de carne y hueso y nervios, aquellos que además de dolor físico, pueden sentir placer.

De esa negación de los cuerpos vivos surgirá algún proyecto político, como el que en otro momento monseñor Tavella pergeñó al calor de sus fervores por el Milagro, el de la Salta oficialmente católica gobernada por la élites de grandes apellidos que el obispo llamaba sin rubores la distinguida sociedad. 

Ahora debemos develar  el nuevo proyecto o quizás, el esquema social y económico de Salta, el secreto mejor guardado por la Virgen del Cerro,  que detrás de escena explica sus mensajes a María Livia. 

Por lo pronto, podemos estar seguros que desde la cima no bajarán a la ciudad y al país -con o sin pañuelos celestes- hombres y mujeres dispuestos a promover y a defender derechos, ni los históricos ni los nuevos, sino más bien a ser funcionales a una sociedad gerenciada por una clase iluminada que explota el capitalismo turístico religioso más cerril al mismo tiempo que coopta todo el sistema político y convierte a la democracia en puro folklore discursivo, como ocurre ahora mismo en Salta.

¿Faltaba otra vuelta de tuerca de esta derecha telúrica, para que El Tribuno de Juan Carlos Romero promocione desde hace años el culto de la Virgen del Cerro y se pusiera ahora decididamente del lado del Carmelo?

Una monja tiene todo el derecho y el deber de denunciar ante la justicia a su obispo,si se ha sentido agredida por él. Pero no deja de ser una paradoja -hay tantas en este mundo mucho más complejo e interesante que el que pinta la Virgen del Cerro- que detrás una denuncia por “violencia de género” se trame una nueva involución conservadora.

Pues hasta el mismo mundo simbólico que nos proponen la Virgen del Cerro y su vidente, y hasta las monjas que le sirven de soporte, no pueden contener más rasgos patriarcales, ni más binarios. 

En su cosmos no hay más que luz o tinieblas, buenos o malos, varones o mujeres, paz o turbación, satanases o ángeles.

Según los mensajes que María Livia dejó trascender, en esta  guerra apocalíptica entre ambos principios, a la Virgen se le reserva sólo el papel de sufrir e implorar, pero los verdaderos héroes son los ángeles que, como ha quedado claro por las visiones del cerro, definitivamente son machos.

Pero así como nunca fue cierto que Salta es el Milagro, ni lo será de la Virgen del Cerro, sí se puede afirmar rotundamente que en la ciudad del Cuchi Leguizamón y de Manuel Castilla, aquellos grandes gozantes del siglo XX, se compusieron otras narrativas y otras poéticas que no promovieron las angustias, sino al más radical hedonismo, el mejor antídoto contra el miedo, y cantaron y abogaron por los cuerpos de carne y hueso de las eulogias tapias, de las palliris y de los maturanas.

Es decir, el gozo -y el dolor, su contraparte- de vivir estos días, no en la eternidad; en esta tierra, no en un mundo imaginario. Ese gozo, así lo vivió la poeta y luchadora Kuky Herrán, sin el cual nadie podría sentir también el dolor de los desplazados de esta Salta y de este mundo.