junio 14, 2021

El cielo puede esperar

Por Andrés Gauffin

En el fondo yo la quiero a mi Católica.

No a la petisa mal humorada de la Avenida Reyes Católicos, que en cualquier momento te tira con una flecha, sino a la que voy todos los miércoles, un poco más hacia el norte, pasando Chachapoyas.

Sí, claro que la quiero.  Si desde hace una década digo lo que suelo decir en sus pequeñas (paulas) aulas, jamás en las magnas, y nunca alguien me ha dicho algo así como “Profe, se puede comportar un poco? Estamos en una universidad católica”.

No, ni eso me han dicho. Hasta hoy por lo menos. Acabo de chequear por tercera vez en el día la casilla de correo.

Así que en el fondo la quiero, pero en el campus, a veces, me hace rabiar.

Un nuevo cartel publicitario les exhorta así a los estudiantes, sobre la imagen de esa mujer joven escalando una pared de rocas, sin casco, colgada de una soga. Como subiendo al cielo.

A ver a ver, si vamo a hablá de “pender”, quién pende de qué, en este caso. La mujer pende (tómese este último término como verbo, no como abreviatura de un adjetivo), la mujer pende, digo, de una soga. O sea, no depende de ella. Más bien, ella depende.

Vamos, no «depende de vos», sino que vos sos el que pende (no sos el pende, no lo tomes como un piropo, estúpido).

El publicista me dirá que ponga la atención en el mensaje: la escaladora vendría a ser una bella -y remanida- metáfora del estudiante. De su esfuerzo y su dedicación todo depende, pero no en el sentido de la canción de Jarabe de Palo, más bien lo contrario.

Todo depende de ti, en el mejor, o en el peor, de los sentidos de los libros de autoayuda: Mira, esa mujer sube sola a los cielos. ¡Just do it!, te trata de convencer el publicista.

Pongámosle una nota teológica a nuestro ensayo, al tono con nuestra alta casa católica de estudios, o casa de altos estudios católicos, nunca sé cómo se dice. Cortita.  Al menos hubo una mujer en la historia que llegó a los cielos, se ha dicho. Pero, atenti, en ese asunto nada dependió de ella, porque no ascendió, sino que la ascendieron.

Y ahora estimado lector, si lee esto en el Face, dirija sus óculos a la imagen de la derecha, o mire más abajo si  tiene la mejor suerte de leerlo en el sitio ensayos.com.ar. Observará la imagen de un tipo que parece voluntarioso, sí, pero también bastante inútil para escalar.

Soy yo, y no se rían.

Unos segundos antes, un “Loco por la Montaña” le colocó un casco y una mujer abrochó un arnés en su hombro y le hizo un guiño.

Hace algunos años, otro clavó una estaca en la roca veinte metros más arriba.

Desde la cumbre de la pared de rocas el escalador podría observar -si llegara- el cerro Laja o el Nevado de Castilla, del otro lado del río Caldera; hacia el sur el Manzano  y más acá la bruma de la ciudad, y torciendo el cuello hacia al norte, el espejo del dique  Campo Alegre.

Y ahora Dios y todos sus santos y santas quieran que aquella estaca esté fija aún, pues otro loquito ni si quiera le ordena al hombre del casco, o sea a mí, «just do it» -para hacerlo más motivante,- si no que sólo le murmura por lo bajo :“metele pata”. Y todo, todo, empieza a depender de aquella bendita estaca.

Ahora sí, todo depende. El depende, yo dependo.

“¡¡¡Pisá la roca que tenés a la derechaaaaa!!!”, escuchó el tipo de casco, o sea mi, yo, mi yo, que le gritaban desde siete metros y setenta y dos centímetros abajo, mientras hacía el ridículo infinito pataleando en el vacío.

¡¡¡Agarrate de los yuyos que  tenés a la izquierda!!!”.  “Pero porqué no se van a darle órdenes a sus. .. ”, quiso, quise, gritarles, justo cuando una piedra se desprendía de abajo de la planta del pie y comenzaba a rebotar en las rocas.

Pero ya ni un solo músculo le, me, respondía. Qué ganas que le, me asaltaron de ser como la Virgen María, si quiera por ese instante.

Lo bueno de estos fracasos en las rocas es que bajás saltando con la soga como un niño, como si todo hubiera sido nada más que un juego, en el que ahora te tocó perder.

Abajo a ese frustrado se le apareció Serafín, no les miento, así se llama ese loco por la montaña, tan a tono con la temática celestial que estructura este ensayo. Y que además rima con el apellido del suscripto, o sea yo, mí, qué se yo.

Puso la mano en el hombro al hombre que, pese a sus muchos esfuerzos no había podido acariciar una nube y le consoló: “No te preocupés Andrés, nuestra meta es la casa, a la que queremos llegar sanos y salvos”, dijo como si fuera cuerdo.

Eran más o menos las cinco, de una tarde de mayo de 2018, y los rayos de sol, un tanto oblicuos ya,  encendían las aguas del Campo Alegre, hacia donde bajábamos.

Entonces el sacha escalador miró a los ojos de su ángel y también lo consoló. “Don’t cry for me, Serafín. El cielo puede esperar”. Le dijo. Le dije.