abril 8, 2022

El salteño que fue Pitágoras

Por Andrés Gauffin

Era una luz el rector de la  casa de altos estudios,  no cabía duda, sacando cuentas.

No pasaban 5 segundos, cuando ya había calculado el importe resultante del interés anual sobre el  plazo fijo trimestral que había puesto en el banco con el dinero de la institución que dirigía.

Y en menos de 7 podía sacar la cuenta de cuántos sueldos se abonaban con los beneficios de sus inversiones financieras, o cuántas becas sumaban, o incluso cuántas bolsas de cemento se podían comprar con los intereses obtenidos al momento de la acreditación del plazo fijo en  la cuenta corriente.

O hacer las más variadas combinaciones entre esas tres alternativas.

Y sí, el hombre era un contador, pero más que un contador. Doctores en filosofía de la casa alta de estudios llegaron a presentar en un congreso nacional de la especialidad un trabajo titulado: “Neopitagorismo salteño. Abordaje filosófico matemático sobre un caso local”.

Allí, después de analizar con las últimas herramientas de la lingüística y la semántica centenares de sus expresiones cuantitativas,  concluyeron que el contador había abrazado el  fundamentalismo pitagórico, doctrina según la cual el mundo, incluso las universidades por supuesto, sólo es una realidad numérica.

Hay que admitir que el hombre daba para eso. Ni siquiera al momento de acceder a su jubilación dejó de ejercer su capacidad académica de número, que así la calificaba.

En efecto, el día que finalizaba su trámite jubilatorio, no satisfecho con las cuentas que había sacado sobre sus años de servicio docente y el nivel de sus salarios que debía computarse para el cálculo de beneficio, se puso a sacar la cuenta de cuántos días de vacaciones se hubiera podido tomar si, en vez de haber querido servir a la casa alta de estudios en graves cargos directivos, se hubiera  quedado piola en su cargo de profesor, enseñando a lxs estudiantes a sacar cuentas,  que era lo que más le gustaba.

Porque había que reconocerle que desde hacía años el contador accedía, mediante elecciones, a los más superiores cargos directivos de la casa de estudios altos y por eso había tenido que dejar de dar clases en el aula del primer piso de la Facu de Ciencias Numéricas.

Su historial electivo era por demás extenso y él podía hacérselo saber a cualquiera. Cumpliendo el prejuicio borgeano de que la democracia sólo es un abuso de la estadística -lo antedicho ya fue  apuntado por docentes de la carrera de Letras- el contador guardaba perfectamente  en su memoria las cuentas de todos los comicios que había ganado: recordaba con precisión, por ejemplo, cuántos votos había obtenido de lxs estudiantes hace quince años y sus porcentaje sobre los votos efectivos y también sobre el padrón, y cuánto -en números y en porcentajes- le había sacado a sus opositores.

Pero volviendo a su ejercicio numérico el día que se estaba por jubilar, se dio cuenta -mejor dicho sacó la cuenta- de que, por haber sido tantas veces electo, se había quedado sin 286 días de vacaciones de profesor. 

Todo le pareció más grave cuando sacó la cuenta de los kilómetros en viajes que podría haber hecho en ese lapso y cuántas millas hubiera podido obtener en la línea aérea para futuros descuentos, si en vez de haberse sacrificado voluntariamente en un cargo directivo de la alta casa de estudios, se hubiera quedado enseñando hacer cuentas en el aula del primer piso.

Así que le dijo a su secretario:

-Ché, me tienen que pagar 286 días de vacaciones, porque por estrictas necesidades de servicio estos últimos veranos me las pasé haciendo cuentas mientras mi familia veraneaba en la playa.

– Sí claro, enseguida le hacemo la cuenta, le respondió el funcionario, que solía comerse la “s”. Disculpe, ¿pero usted sabe con certeza cuántos días trabajó en las vacacione…?

-Por supuesto. Porque todos estos años me pedí -pues yo  soy el superior de mí mismo por decisión del electorado- quedarme hasta más allá de la mitad de enero trabajando por estrictas necesidades de servicio y  no  tomarme las vacaciones que sí me  hubiera podido tomar de haber seguido hace años como docente no más.

-Sí claro, le asintió el hombre que se comía las “s”. Pero disculpe, ¿qué se respondió a sí mismo?

-Que sí, que si se trataba del interés de la universidad no había problema. Yo por el interés de la universidad me puedo quedar días y días trabajando en enero, negociando con los bancos. Porque además a mi me encanta sacar cálculos  y cuentas de presupuesto mucho más que ir a una playa donde ciertamente podría sacar la cuenta de la cantidad de olas de una tarde o de los granos que caben en un metro cúbico de arena, pero ¿de qué serviría? Sería un ejercicio intelectual al cuete. 

-Si claro, le asintió el hombre que se comía la “s”.

El día que el secretario  le trajo el importe millonario de la liquidación de las vacaciones docentes que no pudo tomarse por tantas elecciones ganadas, el rector, con los pies sobre el escritorio, leía satisfecho  el diario El Rebuzno, que le había dedicado una elogiosa columna de 106 líneas porque, argumentaba el editorialista,  a pesar de abrazar durante tanto tiempo un cargo directivo henchido de sacrificio, nunca había olvidado su condición de docente.

-Bueno, por fin alguien que me tiene en cuenta, comentó con alivio.

No bien vió el importe resultante de la liquidación, el superior de la casa de estudios altos  comenzó a hacer cuentas de la diferencia trimestral que podía ganar con los actuales intereses anuales, y también cuántas cuotas de una nueva cuatro por cuatro -el modelo le atraía por obvias motivaciones semánticas- podía cubrir con ese mecanismo financiero.

Aunque se detuvo enseguida, tal vez por ese natural pero repentino instante de honestidad consigo mismo que embarga a quienes se encuentran próximos a su jubilación y les hace contemplar, siquiera por un momento, toda la extensión de sus días.

Comprendió, en efecto, con meridiana claridad, que había llegado la hora de hacer un balance de su vida y comenzó,  en voz alta, a sacar la cuenta de que, de ser reelecto rector una vez más -de lo que estaba seguro gracias a los 18.659 carteles que había mandado colocar- al término de su nuevo mandato iba a acumular en su haber 26.645 días de vida, con sus noches, de las cuales nada menos que  16.827 había dado clases de las materias “Cuentas generales 1, 2 y 3”, en el primer piso de la alta casa de estudios, con lo que…

-Usted sí que nunca dejará de ser docente – le interrumpió el hombre que se comía la «s»-, usted sí que lo tiene todo, claro.