septiembre 20, 2020

Los besos del Milagro

Por Andrés Gauffin

En Salta se conseguía novia o novio en dos tiempos del año, el carnaval o el Milagro, recordaba la profesora de historia Laly Figueroa.

Porque algún tiempo, el Milagro fue una fiesta popular, en la que se compraba y se vendía, las gauchas de la quebrada bajaban a vender sus quesillos, se bailaba por las noches y se escuchaban canciones.

 Y  después de la declaración de rigor, en algún oscurito, capaz que ligabas un buen beso.

Por supuesto, también escuchabas misa e ibas a la procesión con tu mejor vestido. Todo como Dios mandaba.

Hasta que vino el arzobispo Tavella y lo cambió todo. Un cura, cuyo nombre no me puedo acordar, remarca, como si fuera una gran cosa,  que “monseñor Tavella” (allá por los 40) le dio un sentido penitencial al Milagro.

Es decir,  echó de las calles próximas al centro a las mujeres que vendían sus quesillos o a  las que vendían dulces de los valles, logró que se prohibieran los bailes y festivales en esos días, y por si fuera poco, que no se jugaron partidos de fútbol de la liga.

Según ese monseñor salesiano, enjuto y solemne, que cuando llegó a Salta fue recibido por la distinguida sociedad local, lo único que se podía hacer durante el Milagro era llorar, pedir perdón y hacer penitencia.

Por eso cada año  cobró más importancia simbólica la procesión penitencial del día 14, en recuerdo de aquella de 1692 promovida jesuitas y mercedarios para que los habitantes aterrorizados de Salta se echaran ceniza sobre su cabeza y suplicaran perdón.

El Milagro dejó de ser una fiesta, para convertirse en una celebración de penitencia. O sea,  ya no pudimos ir a encontrar un novio o una novia.

 El único encuentro cercano permitido era con el confesor, rejillita de por medio. Se sabe que allí se amonestan sobre todo los pecados del amor.

Así que durante años hemos visto una muchedumbre apretujada por las calles de Salta, encabezada por unas autoridades que pueden caminar con todo el espacio necesario al lado de las imágenes, y que siempre salen en la foto de El Tribuno mirando hacia los costados, como si les resbalara la apelación a la penitencia del monseñor de turno.

Hasta que llegó la pandemia. Y había que inventar nuevos motivos para pedir perdón y hacer penitencia, pues menos que menos se veía gente besándose en las calles.

¡Perdón Señor, no hemos podido sacar tu imagen a la calle! ¡No hemos podido cumplir tu mandato histórico!, se escuchó desde dentro de una Basílica vacía.

Como si Dios se ofendiese porque no se pudo pasear una imagen suya por la ciudad en pandemia, y no por la falta de amor.